Equinoccio de septiembre, hadas del otoño saludan tu llegada, te acercas en silencio con la mirada lánguida, el murmullo acompasado y un acorde de baladas que salen a tu encuentro.
Llegas distante y sereno, y llamas a la calma. Remembranzas umbrías asomándose en mi cielo y un soplo de aire fresco, me delata tu presencia. Te enmarañas en mi pecho como una enredadera, agitas mis cabellos y te cuelas insolente en las rendijas de mi puerta. Te recibo, viejo amigo.
Llegas en las aves que surcan este cielo, buscando presurosas nuevos horizontes. Ellas emigran igual que mis anhelos. Tú llegas despacito, en silencio, susurrando en el viento, colgándote en las ramas de los viejos robles, madurando los castaños que te acogen con ternura. Los pétalos al viento y las gotas de rocío salen a tu encuentro, y tu presencia aletargada acaricia los colores que, reverentes, se apagan a tu paso.
Tú llegas, y tiñes mi paisaje de grises y de ocres, y una sombra de nostalgia deslizándose en mis ojos, deshace los retazos de un verano que se aleja presuroso anhelando primaveras.
Otoño, de mi vida y de mis años, de mi calle y mi paisaje, hay algo en tu presencia que llena mi alma de emociones encontradas. Cadencias de amor y miedo; de encuentro y despedida. Eres un viejo amigo que retorna y un preludio de invierno que se vuelve escarcha.
Estás aquí de nuevo, compañero de las sombras largas. Tú tocas a mi puerta, y yo celebro tu llegada; tú convocas los fantasmas y me hablas de recuerdos y nostalgias bienvenidas; yo te cuento mis silencios y mis últimas tristezas, mientras juntos dibujamos pinceladas de este tiempo que, lentamente, también nos deja.
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