viernes, 6 de enero de 2012

Memorias infantiles

Sombras. Sombras que se alargan, se hunden, se pierden, resurgen. Sombras del pasado que vienen al  presente. Sombras de soledad.
La soledad es un rincón oscuro. Un cubículo cerrado, sin espacio apenas y de escasa altura. La luz se filtra tímida por unas rendijas horizontales, pequeñas y estrechas.  EL cuerpo menudo se acomoda con dificultad, las piernas encogidas, los brazos comprimidos por las paredes estrechas y frías del metal. El pecho respira con dificultad, hay olor a ropa…..limpia? (o era sucia?). Ropa de algodón, en fin, desordenada y mal apilada junto a un bolso cilíndrico, blanco y alto. Casi tan alto, como el cuerpo menudo que se encogía a su lado,  cómplices ambos en ese pequeño espacio de tiempo en que soledad, desesperanza, tristeza y desamparo, como cuatro jinetes apocalípticos, cabalgaban rozagantes en el pecho pequeño. Sólo la mano hablaba con soltura sobre un papel arrugado, y contaba los avatares de esa cabalgata.
La soledad habla en silencio. En el silencio de un patio, demasiado grande y demasiado frío, donde el murmullo del viento se cuela sibilante por las galerías. En el silencio de una capilla, sin voces ni órganos ni coros. En el silencio de los brotes trémulos, que asomados a  las ramas, anuncian el resurgir de la vida, cuando la primavera se acerca.  En la ausencia de las voces queridas.
La soledad se viste de negro. Negro, como el hábito de las monjas. Negro, como ese cielo sin luna ni estrellas, asomándose tímido  entre las rejas de un trozo de ventana, en la cabecera de una cama fría e inhóspita. Negro, como el firmamento que atraviesa el patio a las seis de una mañana invernal, que se resiste a amanecer. Negro, como la sotana del cura que recita en latín, la misma misa inacabable de todos los días. Negro, como la ausencia.
La soledad huele a rancio. Rancio como el  olor a sudor en las ropas de las monjas. Como el olor de las aulas vacías. Como el confesionario, donde el hombre sin rostro oía, entre paciente y aburrido, los secretos infantiles, y murmuraba de tanto en tanto, frases poco inteligibles. Rancio,  como la ternura infantil que caduca  en  tanta espera.
La soledad es una mancha oscura y viscosa que se desliza sigilosamente. Son voces que no llegan, miradas vacías. El hogar ausente.  Madre, cómo te extraño. Madre, cuánto te necesito. Padre, dónde estás? Esas paredes demasiado altas para tan  poca estatura, tan  grises que recuerdan lápidas de cementerios. Ventanas estrechas, demasiadas rejas y  demasiado  altas. Imposible volar. Vuela entonces  la imaginación. Vuela la mano sobre el papel. Vuela, mi niña pequeña, serás alondra cantando en los bosques, serás gaviota buscando el mar. Serás errante viajero buscando un  lugar en el mundo.

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